sábado, 4 de noviembre de 2017
domingo, 24 de septiembre de 2017
Realismo mágico: cuentos
"Un señor muy viejo con unas alas enormes", de Gabriel García Márquez
http://www.literatura.us/garciamarquez/enormes.html
"La luz es como el agua", de Gabriel García Márquez
http://ciudadseva.com/texto/la-luz-es-como-el-agua/
"Algo muy grave va a suceder en este pueblo", de Gabriel García Márquez
http://ciudadseva.com/texto/algo-muy-grave-va-a-suceder-en-este-pueblo/
"La tía Daniela", de Ángeles Mastretta
http://circulodepoesia.com/2012/07/la-tia-daniela-cuento-de-angeles-mastretta/
"Viaje a la semilla", de Alejo Carpentier
http://ciudadseva.com/texto/viaje-a-la-semilla/
Realismo mágico- Fragmento de "La soledad de América latina" de García Márquez
El
realismo mágico
El término “realismo mágico” aparece primero
en la crítica a las artes plásticas, y luego se traslada al ámbito de las
letras. En 1925 Franz Roh utiliza el término para caracterizar a unos pintores
alemanes: sostiene que los pintores impresionistas pintaron lo que veían,
fieles a la índole natural de los objetos y a sus propias sensibilidades
cromáticas (como Pissarro); los pintores expresionistas se rebelaron contra la
naturaleza pintando objetos inexistentes o desfigurados como extraterrestres
(como Chagall); mientras que los pintores post-expresionistas pintaban objetos
ordinarios pero con ojos maravillados porque más que regresar a la realidad,
contemplaban el mundo como si acabara de resurgir de la nada, en una mágica
re-creación (como Beckmann, Grosz, Dix). A estos últimos, que más tarde se los
llamó “nueva objetividad”, Roh los vincula con el “realismo mágico”. Esta
definición debería reajustarse puesto que la pintura es arte del espacio y se
sirve de la línea y del color, mientras que la literatura es arte de tiempo y
se sirve de la palabra y el ritmo.
La tesis del impresionismo se analizaría a
través de la categoría de lo verídico,
que en el ámbito de la literatura correspondería al realismo; la tesis del
expresionismo con la categoría de lo sobrenatural, es decir, en el área de la
letras, la literatura fantástica; y a la nueva objetividad, la categoría de lo
extraño, esto es: el realismo mágico. El narrador realista, respetuoso de la
naturaleza, observa la vida cotidiana como un hombre del montón y cuenta una
acción verdadera o verosímil; el narrador fantástico prescinde de las leyes de
la lógica y del mundo físico: resulta una acción absurda y sobrenatural; el
narrador mágico-realista, para crearnos la ilusión de irrealidad, finge
escaparse de la naturaleza y nos cuenta una acción que por muy explicable que
sea nos perturba como extraña.
Las diferencias entre las narraciones
sobrenaturales y las narraciones extrañas es que en las primeras el narrador
renuncia a los principios de la lógica y las leyes naturales, y permite que en
la acción irrumpa un prodigio: el mundo está “patas para arriba”; en las
segundas, el narrador presenta la realidad como si fuera mágica: se abstiene de
aclaraciones racionales. En ellas los objetos, siendo reales, producen ilusión
de irrealidad.
(Extraído
de Enrique Anderson Imbert, “El “realismo mágico” en la ficción
hispanoamericana”)
Realismo
mágico y literatura fantástica
El
realismo mágico y la literatura fantástica comparten la misma problematización
de la racionalidad, la crítica implícita a la lectura novelesca tradicional, el
juego verbal para lograr la credibilidad del lector, apariciones, demonios, alteraciones de
causalidad, espacio y tiempo. Pero son distintos géneros.
En la narración fantástica se registra
realísticamente el fenómeno insólito para obtener la credibilidad del lector:
notaciones táctiles, visuales, auditivas, referencias científicas dan crédito
al prodigio e impiden deformaciones de la subjetividad. La fantasticidad es un modo de producir en el
lector una inquietud física (miedo, terror o variantes) a través de una
inquietud intelectual (duda).
El
realismo mágico desaloja cualquier efecto emotivo de escalofrío, miedo o terror
provocado por un acontecimiento insólito. En su lugar se encuentra el
encantamiento como efecto discursivo. Lo insólito no está en “otro lado”: está
(es) en la realidad. El efecto de encantamiento del lector proviene de la
contigüidad entre las esferas de lo real y lo irreal: tiende a difuminar sus fronteras.
(Extraído
de Chiampi, “Realismo mágico y literatura fantástica”)
Podemos decir que el realismo mágico cuenta con:
· Elementos mágicos percibidos por los personajes como parte de la
"normalidad".
· La presencia de lo sensorial como parte de la percepción de la realidad.
· La inclusión de mitos y leyendas latinoamericanos.
· La transformación de lo común y cotidiano en una vivencia que incluye
experiencias "sobrenaturales" o "fantásticas".
· Los escenarios americanos urbanos que no dejan de mostrar el mundo de
la pobreza y de la marginalidad.
García Márquez explica la ascensión al cielo de uno de sus personajes de Cien
años de soledad, diciendo que simplemente era la excusa que una familia de su
pueblo había dado a raíz de que su hija se había fugado con un hombre y que él
como autor prefería la fabulosa a la real, que simplemente sucedía en la vida
cotidiana.
Fragmentos
de “La soledad de América Latina”- Gabriel García Márquez (Discurso de
aceptación del Premio Nobel 1982)
Antonio
Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje
alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó
que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas
hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin
lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro
animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y
relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia
le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de
la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya
se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el
testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas
de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan
codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y
de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la
Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años
el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a
otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos
misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas
con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el
rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la
colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de
aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio
áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el
siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril
interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la
condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso
en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos
puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres
veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna
derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general
García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su
cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones
sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el
déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30
mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos
estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para
combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco
Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua
del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
(…) Me atrevo a pensar que es esta realidad
descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la
atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del
papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad. (…)
El boom de la literatura hispanoamericana
El boom consistió en la conjunción de un grupo de
jóvenes escritores latinoamericanos que produjeron sus textos a partir de los 60.
Hay dos novelas que se consideran como las iniciadoras de este fenómeno: La
ciudad y los perros (1962) del peruano Mario Vargas Llosa y La muerte de
Artemio Cruz (1962) del mexicano Carlos Fuentes. Lo cierto es que se llamó así,
puesto que, más allá de la renovación estética que ya había comenzado unos
años antes, significó el reconocimiento de la crítica literaria internacional, la
traducción de muchos textos a otros idiomas y ventas exitosas entre el público
latino y no latino.
Los autores más destacados del boom fueron: Mario Vargas Llosa; Julio Cortázar; Carlos Fuentes; Gabriel García Márquez; Juan Carlos Onetti; Jorge Luis Borges; Alejo Carpentier; Juan Rulfo; Laura Esquivel; Ángeles Mastretta.
La opinión de un protagonista del “boom” sobre el tema
Periodista:
Se acusó al boom literario latinoamericano de haber sido fabricado por un
mercado editorial. ¿Cuál ha sido el real aporte de esta tendencia novelística a la
literatura contemporánea?
Vargas Llosa:
Creo que su valor no fue sociológico ni histórico ni geográfico. Escritores como
Borges, García Márquez o Cortázar fueron reconocidos porque eran grandes
escritores, que hicieron una literatura atractiva y de gran vitalidad en un momento
en que Europa se refugiaba en el formalismo y el experimentalismo. Hasta
entonces la literatura en América Latina había sido básicamente pintoresca y sin
embargo no había conseguido salir jamás de la región. Por añadidura, con esa
nueva literatura latinoamericana vino un interés por América Latina, pero su
reconocimiento en el mundo fue porque era creativa y original. Yo no creo que los
autores sean fabricados. En nuestro tiempo, ha habido una bifurcación entre una
novela de calidad que se confina en públicos minoritarios y una literatura de gran
consumo, que generalmente carece de calidad, es fabricada casi de manera
industrial de acuerdo con ciertos prototipos y tiene una gran llegada a ciertos
públicos. Fue una tragedia para la literatura que eso sucediera. Una de las cosas
maravillosas de la literatura del siglo XIX es que esa división no existía y los
grandes novelistas eran escritores populares: la literatura popular y de consumo
era la gran literatura. Los que leen hoy día a Grisham, leían a Víctor Hugo. Hubo
después una época en que la literatura se refina, se vuelve experimental y busca
formas cada vez más complejas, lo que la va apartando de un público profano al
que antes llegaba.
Periodista:
¿Los escritores del boom intentaron acercarse más a la gente?
Vargas Llosa:
No en todos los casos. Quizás uno de los mayores éxitos de “Cien años de
soledad" es que, siendo una literatura de alta calidad, ha logrado ser
profundamente asequible para todos los públicos, llegar al lector más profano y
tener, al mismo tiempo, todas las exquisiteces que demanda el más refinado.
Pero no se puede decir lo mismo de "Rayuela" o de "Paradiso", que son una
literatura que exige tanto, que el lector común no va a llegar nunca a esos libros.
Entrevista en El comercio de Lima, 24 de junio de 2000.
"El eternauta", de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López
https://www.taringa.net/comunidades/eleternauta/7342326/APORTE---El-Eternauta-I-II-y-III-en-PDF.html
domingo, 2 de julio de 2017
Genero fantástico.
https://www.mediafire.com/?9a2u2a3ey64qrs8
sábado, 10 de junio de 2017
Cuentos fantásticos
Selección de cuentos fantásticos
“Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar (Final del juego, 1964)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La
abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad
del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra
vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su
cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en
la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por
un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por
las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles
y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo
alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.
“Carta a una señorita en París”, de Julio Cortázar (Bestiario, 1951)
Andrée,
yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto
por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado,
construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa
preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego
del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito
donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración
visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés
e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el
cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un
perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto,
ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar… Ah, querida Andrée, qué
difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden
minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar
una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí
simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado,
al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un
horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de
golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el
mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart.
Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto
con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su
habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el
cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento
de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted
sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo
parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a
París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un
simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga
de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá… Pero no
le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece
justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me
mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He
cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes
que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y
correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera
sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil
y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a
instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí
que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que
por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente
que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando
a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que
acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no
me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón
para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que
avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando
siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una
pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como
una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un
brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las
orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal
y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero
blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo
la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber
nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración
silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano.
Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las
afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el
trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas,
envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo
dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que
compran sus conejos en las granjas.
Entre
el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en
su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era
extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi
casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un
mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo
tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en
el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al
cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro… entonces regalaba
el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta
venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el
nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior.
Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo
que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había
entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo
ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido
preferible matar en seguida al conejito y… Ah, tendría usted que vomitar tan
sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a
usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un
mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes,
diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo;
pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia
inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de
Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante
en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me
decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses
en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el
hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un
conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor,
dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño
o un piquete sumándose a los desechos.)
Al
cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba
arriba, para ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho,
una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el
bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se
movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la
vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo
bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara
no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del
orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré
en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el
conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba,
solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme.
Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero
no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última
convulsión.
Comprendí
que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días
después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted
ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre
generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí
dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada
sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que
se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando
por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la
bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol
y grandes rumores de la profundidad.
De
día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una
noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada
obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe
creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las
mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan
contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el
salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara
es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso
lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su
día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja
con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me
las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se
encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado,
solo con mi deber y mi tristeza.
Los
dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que
ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos
alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos,
hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con
un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y
la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se
comen el trébol.
Son
diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón,
los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así
es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan
como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos
quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el
sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de
Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del
escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la
presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No
sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es
culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró
también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no
se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando
usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero
siempre así.
Le
escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de
ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror,
Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis
noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un
concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e
ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y
cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso
me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea
verdad.
Hago
lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del
anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé
cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de
mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche
trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted
sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al
lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver
cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su
dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su
infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la
pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A
las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y
despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario
y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto
algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración
en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las
variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée,
las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino
entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas,
dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que
no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose
ya si… para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre
teléfonos y entrevistas.
Andrée,
querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días
contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los
diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo,
ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de
Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose
en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí
debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal
vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente
diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente
calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo
piso.
Interrumpí
esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en
su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día
siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el
intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado
de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé
para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen
once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o
al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en
cualquier ahora de los que me quedan.
Basta
ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el
destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido
que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta
los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando,
royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el
trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las
cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto
Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo
bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban,
gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He
querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de
la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de
juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los
destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa,
yo hice lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once
hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario,
trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque
decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el
amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y
acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros
sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el
otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros
colegiales.
“Lejana”, de Julio Cortázar (Bestiario,
1951)
Diario de Alina Reyes
12 de enero
12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y
farándulas, de pink champagne y la cara de Renato Viñes, oh
esa cara de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo último. Me acosté
con gusto a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y
cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y
durmiéndose, pescado enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las
urgidas crónicas de su hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las
luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y
soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la
noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep… Tengo que
repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e,
con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con
tres consonantes y una vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la
fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando.
Con tres y tres aslternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde
palindromas. Los fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más
difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me delata; Anás usó tu auto
Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes,
es la reina y… Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no concluye.
Porque la reina y…
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que
no es la reina, y que otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no
la reina del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de
mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado lejos y no
reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan.
Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y
también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan.
Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las
horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al chico de
los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo; la
siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se
hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer
vendas para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que
se le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el
té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo:
«Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos
rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo
un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en que el
chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto
bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto.
Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a
aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía
enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano,
mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le hacía como un marco,
él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los arpegios, los dos
tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella
y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis
María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y
cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegano la nieve me entra por
los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va
subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras
chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que
decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa
nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M’hijita,
la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué
sabía yo de papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con
sordina. Votre âme est un paysage choisi… pero me veía las manos
entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a
Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era
porque no se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada
vez más un castigo, ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando
soy feliz, cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura
hacia la que no es reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama,
encomiendas, saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo
creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos.
Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop
espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá
tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi
aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada
más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por pensar que yo
podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me antojara. O a Jujuy, a
Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres páginas atrás). No valen, igual
sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos. Sólo queda Budapest
porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo
he soñado, no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la
vigilia) hay alguien que se llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo
amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de día en día, entonces es
seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen
cualquiera de sueño, ya usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar
allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me
llevas a Budapest, a un puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si
estoy? (Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a
fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy… Pero solamente loca, solamente… ¡Qué
luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene
nada de la lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo.
Mandarle un telegrama, unas medias… Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la
terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las
tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en la
perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos,
hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la
Dobrina con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese
frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en
encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que
allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé
y no quise seguir. Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el
Odeón, me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio.
Este pensar de noche, tan noche… Quién sabe si no me perdería. Una inventa
nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina Stana, sbunáia
tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera
llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí
donde un nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms.
Es un camino tan simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa
Piaggio. Qué triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero
esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al
final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el
primer bis hallé su nombre y el camino. La plaza Vladas, el puente de los
mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco
andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos
abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo
Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a
Elsa Piaggio entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía
abiertamente a la plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas.
Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y…
en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi
lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que dárseme la
gana, la real gana. Real porque Alina, vamos-No lo otro, no el sentirla tener
frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber
adónde va, para enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y
le pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en
busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente
entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!»,
como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me empuja con el
viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura
hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las
ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba el tercer bis, creo que Julián Aguirre o
Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero me he vuelto canalla con
el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé: «Allá me pegan,
allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me
está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A
lo mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le
pegarán dentro de catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio
de Santa Úrsula. Y me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso
una siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando
en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré
a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo pensaba). Valía
asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí
abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía
de adentro -o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y
después que yo soy modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de
otra que le haya pasado lo mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da
frío a cualquiera, che, aquí o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había
gente en la platea. Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo
que pensé. Me va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé
una cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe
lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada
intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí
miedo, me pareció que él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe
nada, es como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo.
Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y –
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había
pensado en el concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me
estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me
hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo… Era peor,
un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar claves en cada palabra tirada
al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y
los ruidos, y después… Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba,
nada más que eso, tener veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi
cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una
o se casa o escribe un diario, las dos cosas no marchan juntas -Ya ahora no me
gusta salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de
alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo
escribo, y basta de diario para bien mío.) En el puente la hallaré y nos
miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo
ahí abajo. Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa
usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi
zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle una mano
en el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest
el 6 de abril y se alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio.
En la tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como
le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte lados buscando
vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que el deseo escogiera
y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una vidriera a otra,
cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando
ahora con trabajo porque la nieve se oponía y del Danubio crece un viento de
abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le pegaba a
los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta, de
volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta
mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa,
en el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo
junto a ella repitiendo, ahora lo sabía, gestos y distancias como después de un
ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un salto terrible
de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las manos, negándose a
pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y las dos se abrazaron
rígidas y calladas en el puente, con el río trizado golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza
del abrazo le clavaba entre los senos con una laceración dulce, sostenible.
Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su
abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas,
al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones
de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su
victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba.
Debía ser ella porque sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole
como si tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros,
agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio
que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba
entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina
Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin
dar vuelta la cara y yéndose.
“Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges (Ficciones, 1944)
Nadie
lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose
en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre
taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que
están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend
no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que
el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin
sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y
ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de
piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese
redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero
se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que
las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por
flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El
propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar
un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le
hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no
habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado,
porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también,
porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y
las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la
única tarea de dormir y soñar.
Al
principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que
era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban
las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a
una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba
lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con
ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de
vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en
la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar
por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia
creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A
las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos
que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos
preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias
del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un
muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían
los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de
los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares,
pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un
día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la
tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado.
Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió
contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta
unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental:
inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves
palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua
vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió
que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se
componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer
una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un
fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había
desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo,
dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio.
Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un
trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no
reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna
fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los
dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió.
Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo
soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate
en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo
soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a
corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y
muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y
luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal
vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo
soñaba dormido.
En
las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el
Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre
casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó
a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró
su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula:
no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le
reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al
fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el
soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El
mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba
cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había
acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O,
más raramente: El hijo que he
engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente,
lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que
su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por
primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a
muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera
nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le
infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su
victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde
y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su
hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo;
de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con
cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el
hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su
hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser
la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera
por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El
término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía
de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches;
después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por
el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el
incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero
luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus
trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
“El milagro secreto”, de Jorge Luis Borges (Ficciones, 1944)
Y
Dios lo hizo morir durante cien años
y luegolo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
y luegolo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
La
noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de
Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas
fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos
individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace
muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba
que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre
secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias
hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el
soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las
figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos
de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado
por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las
blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El
diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al
atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y
blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los
cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía,
su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una
protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el
efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del
traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas
manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad,
no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius
Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a
muerte, pour encourager les
autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora
(cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo
de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El
primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran
arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era
intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo
temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas
circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba
infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa
descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de
muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría,
ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo
ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor
(quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro
duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente
volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad
no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever
un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia,
inventaba, para que no
sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos
fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en
la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba
del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora
estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más)
soy invulnerable, inmortal. Pensaba
que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía
sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo
redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el
último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas
consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík
había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como
todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y
pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los
libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En
sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido
esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia,
la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el
primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres,
desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el
segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran
una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles
experiencias del hombre y que basta una sola “repetición” para demostrar que el
tiempo es una falacia… Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que
demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa
perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos,
para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología
posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería
redimirse Hladík con el drama en verso Los
enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores
olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este
drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en
Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas
tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un
desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de
último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible
música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas
que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal
vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para
los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos
secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus
complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un
tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha
enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo
del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el
tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores
que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre
matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da
las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la
arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras
que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin
asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin.
El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y
revive Kubin.
Nunca
se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable,
rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más
apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la
posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había
terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de
la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin
el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto
iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si
de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como
autor de Los enemigos.
Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte,
requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo.
Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó
como un agua oscura.
Hacia
el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del
Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík
le replicó: Busco a Dios.
El bibliotecario le dijo: Dios
está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil
tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa
letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio
los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas
es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la
India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz
ubicua le dijo: El tiempo de
tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó
que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que
son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se
puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le
ordenaron que los siguiera.
Del
otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías,
escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por
una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado-
revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las
ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík,
más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que
los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento
le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por
humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los
soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente,
procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
El
piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó
la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le
ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las
vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una
de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó
la orden final.
El
universo físico se detuvo.
Las
armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una
baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado,
como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano.
Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido
mundo. Pensó estoy en el
infierno, estoy muerto. Pensó estoy
loco. Pensó el tiempo se
ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido
su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la
misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados
compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir
ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo
de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su
mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo
del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “día”
pasó, antes que Hladík entendiera.
Un
año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba
su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo
alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la
orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del
estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No
disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que
agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y
olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para
Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto,
urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos
veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la
música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en
algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel;
uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de
Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert
son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra
escrita, no de la palabra sonora… Dio término a su drama: no le faltaba ya
resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su
mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo
derribó.
Jaromir
Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
“La
casa de azúcar”, de Silvina Ocampo (La
furia, 1959)
Las supersticiones no dejaban vivir a
Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista
a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el
tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto
un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le
traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos
veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo
roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de
tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala
suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se
apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con
tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el
sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía
verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de
diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que
tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas
personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra
relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después
empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos
tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino
de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento
mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas
no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad;
llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie
hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una
casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba
con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto
jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930
la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le
había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había
vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando
Cristina la vio, exclamó:
¡Qué
diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio.
Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que
envician el aire.
En
pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los
muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo
amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de
mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás
conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo.
Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta
que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió
aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La
persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba
de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado,
nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro
divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a
vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de
las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué?
(con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto
y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que
ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de
calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una
mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto
oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la
escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
-
Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió
corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo
te lo mandaste hacer?
Hace
tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te
parece?
-¿Con
qué dinero lo pagaste?
-Mamá
me regaló unos pesos.
Me
pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos
queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para
abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de
alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en
nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados,
a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba
periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en
las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su
costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de
ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban
entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a
la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y,
después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría
hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra
casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que
indica pureza de raza.
Otra
tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una
bicicleta apostada en el jardín - Entré silencíosamente y me escurrí detrás de
una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué
quiere? repitió dos veces.
-Vengo
a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a
esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que
la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba
más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era
muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber
los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo.
Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que
hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los
barriletes son juegos de varones.
-Los
juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes
pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego
prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la
panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en
otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de
mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus
mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una
semana estoy de nuevo aquí.
Hace
tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted
estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No
estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo,
por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta,
escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos
en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo
saque a pasear.
No
me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto?
Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando,
porque lo quiero mucho.
-A
mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un
perro de regalo.
-No
se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la
plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la
esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente
de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto.
¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno.
Me quedaré con él
-Gracias,
Violeta.
-No
me llamo Violeta.
-¿Cambió
de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí
el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera.
Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A
pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda
desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una
representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que
había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos,
temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que
estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza
que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina
había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces
llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me
preguntó:
-¿Te
gustaría que me llamara Violeta?
-No
me gusta el nombre de las flores.
-Pero
Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero
tu nombre.
Un
sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre
el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué
haces aquí?
-Estoy
curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es
un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No
me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te
gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me
gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. "Ir y
quedar y con quedar partirse."
Volvimos
a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto
apenas le hablé.
-Podríamos
tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable
este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos
lugares.
-No
creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es
una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles
apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger
basuras.
-No
me fijo en esas cosas.
-Antes
no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He
cambiado mucho,
-Por
mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene
un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu
infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No
te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un
desprecio que podía conducirla al odio.
Durante
días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad.
Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el
horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si
descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías,
Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si
una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas
figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una
persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el
jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de
aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo
dijiste hace un tiempo.
No
insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo
compondría las cosas.
Una
mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz
de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la
intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan
grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si
usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No
sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mi mujer.
-Usted
está mintiendo.
-No
miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo
quiero que usted sepa las cosas como son.
-No
quiero escucharla.
Cristina
se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se
fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que
era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía
hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No
comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si
nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos
nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes
para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me
exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí.
Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o
se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un
día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho
que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las
equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase
atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién
era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A
media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales,
papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones,
la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y
curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y
lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el
pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos
vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente
le dije:
-¿No
vivía una tal Violeta?
Me
contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de
averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba
en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto
con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso.
Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más
feliz que yo.
Fingí
de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De
tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a
Cristina.
Fui
al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me
dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve
que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto
una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa
de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde
la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas,
acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta,
delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un
lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted
es el marido?
-No,
soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted
será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y
tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron
los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona
muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere
consolarme -le dije.
Ella,
oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí.
Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si
se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y
porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó
amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. "Alguien me
ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo,
ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para
entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra
garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución,
ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de
hierro, viendo los trenes alejarse."
Arsenia
López me miró en los ojos y me dijo: -No se aflija. Encontrará muchas mujeres
más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único
bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde
ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de
seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé
tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La
busqué hasta el alba.
Ya
no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está
deshabitada.
“El vestido de terciopelo”, de Silvina Ocampo (La furia, 1959)
Sudando,
secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta,
llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos
una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que
nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue
un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes
blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la
señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir
con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con
otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué
suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay
hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la
colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve
–me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz!
Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le
coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros
hijos depende nuestra juventud.
Todo el
mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora,
¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con
alfileres. Me ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse!
¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me
cansa tanto.
La señora
se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para
cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora
no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el
cuello. ¡Qué risa!
–El
terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de
talco.
–Sáquemelo,
que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le
quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para
cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en
cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El
vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco,
limpio y brillante.
–Se va a París,
¿no?
–Iré
también a Italia.
–¿Vuelve a
probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora
asintió dando un suspiro.
–Levante
los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando
el vestido y poniéndoselo de nuevo.
Durante
algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que
resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora
descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el
espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas
negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló,
mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de
pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en
las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un
lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía
rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los
recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué
vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo
Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada,
señora?
–Muchísimo.
El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores:
uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta
el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo
es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me
descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me
erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en
el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque
a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de
terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de
perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y
es sobrio.
Cuando
terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también.
Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora
la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué
risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas,
helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían
también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me
cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas.
La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo
tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía
casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos.
Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas
arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le
aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora
cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta
que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un
animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)