lunes, 16 de abril de 2018

Para el cuadernillo de 2019

El cuadernillo de este año está conformado por casi todos los post anteriores: "La fiesta ajena"; las aguafuertes porteñas; la descripción; el género fantástico; la ciencia ficción; realismo mágico. En cuanto a El eternauta, leeremos las primeras páginas de la historieta y las llevaré yo eventualmente.
Hubo modificaciones en la selección de cuentos fantásticos y agregué una definición del cuento y unos textos para analizar La casa de los conejos.   Los pego a continuación:

El cuento
(…) Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué es un cuento, porque sucede que todos los leemos (…) pero en definitiva es muy difícil intentar una definición del cuento. (…) Lo mejor es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.
La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como lo leemos y lo escribimos en la actualidad es tan antigua como la humanidad. Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los folclores (…). El cuento tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. 
  ¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario –o sea el fondo del cuento, su razón de ser, el tema,  y la forma-, por lo que se refiere al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales… Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de esos temas, y pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. (…) Ya se dan cuenta ustedes que por la temática no vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata. Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka.)    
  Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada. Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
  Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque, si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil, podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte. La novela es lo que Umberto Eco llama la “obra abierta”: es realmente un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de una manera fatal.
  Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos — fotos de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson— en que el encuadre tiene algo de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado, perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además — y eso es la maravilla del cuento y de la fotografía— proyecta una especie de aura fuera de sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: “¿Qué había allí después?”. Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que le da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto.      
   Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna, arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los mejores de Edgar Allan Poe. (…)
(Extraído de Clases de literatura de Julio Cortázar)
La casa de los conejos, de Laura Acoba
La nena que sobrevivió
Su infancia estuvo marcada por la clandestinidad de sus padres. En La Plata vivió en una casa de Montoneros que cayó en un operativo del ejército, en el que murieron siete personas. Radicada en Francia, escribió una novela que habla de la relación entre vivos y muertos 08.04.2008
     Es el ’76 y lo contó originalmente en francés: las habitaciones se llenaban con palabras, mamá y la clandestinidad, los de afuera que no entendían, las instalaciones para “criar conejos” y evitar sospechas.
   Tres meses sin ir a la escuela y los ejemplares de la revista Evita Montonera dentro de las cajas; la foto de mamá en los diarios, papá aún en la cárcel y acá los vecinos. Mucho cuidado, dice la niña, y hasta ella sabe lo que muchos no dirán.
   La casa, el barrio, el país luego del golpe de Videla. Y una voz que recuperó tiempos recientes: tenía siete años pero hoy ya es adulta y dejó un pequeño legado para ejercitar la memoria cercana.
   En La casa de los conejos, su primera novela, Alcoba relata desde la mirada infantil pero sin ingenuidad sus días entre adultos armados con fusiles y granadas que militaban y esperaban, justo antes de que llegara para ella el exilio a Francia.
   La casa finalmente cayó el 25 de noviembre del ’76, bajo un cruento operativo conjunto de la Policía y el Ejército, en el que murió la joven Diana Teruggi y fue robada su hija, a quien aún siguen buscando las Abuelas de Plaza de Mayo.
   Según las crónicas de la época, el enfrentamiento cesó a mediatarde: una noticia, los apellidos de siete cadáveres y a otra cosa. Pero todavía hoy, el ruido de los tiros resuena para el escritor platense Leopoldo Brizuela, quien tradujo al castellano esta novela de reciente edición. “Fue algo conmovedor para él. Y la tradujo de manera increíble: es como si hubiese puesto al libro en la lengua de origen”, dice desde Francia Laura Alcoba, quien visitará el país este mes.
   “Al escribirlo en francés, hice entre mis recuerdos y la escritura un trabajo de traducción, y él lo hizo en el sentido contrario. Estuvimos intercambiando mails constantemente. Me gustó mucho su trabajo y fue apasionante para mí el intercambio con él. Tuvimos una conexión muy fuerte y creo que va a nacer para Leopoldo un libro de toda esa aventura”.
   Nada de distancias. Extraño destino el de La Plata, que fue cuna de poetas imperecederos como María Mombrú, Almafuerte o Francisco López Merino; que ha formado a científicos y médicos de renombre, y que a la vez sirvió de campo de acción para el circuito de represión y muerte de Ramón Camps, uno de los más severos de la última dictadura.
   Hoy están los Juicios de la Verdad; sigue ausente Jorge Julio López y no hay mucho más para decir: sólo dejar paso a los hechos, a la historia y a esta novela, que aúna los recuerdos candentes de una niña que pudo quedarse para contarlo.
   Desde Francia, donde se licenció en Letras, Laura Alcoba logró hablar de recuerdos sombríos, sin golpes de efecto ni sermones, para dar forma literaria a esta casa hoy en ruinas. “El hecho de haberlo pasado por el francés, que es mi segunda lengua, me ayudó a ponerlo en relato, a trabajar eso tan complicado y tan doloroso como algo exterior”, dice.
   La violencia en el texto, propia de aquellos años, propone salidas: palabras para elaborar la angustia. La niña que ha vuelto no busca distancias, sino el compromiso y el deseo de hablar de los 70 “sin caer en el cuestionamiento a esa generación. Para mí eso era una trampa absoluta, y decidí dejar esencialmente la voz infantil: era una manera de evitar esa trampa horrible. La nena no entiende qué es Montoneros pero no necesita analizar políticamente ni intelectualizar, porque la situación es así y simplemente la vive”.
    Laura Alcoba sonríe y en su suave rostro se dibuja una línea de sombra: la expresión de quien vuelve a episodios demasiado presentes. Recuerda ella que la voz fue inicialmente francesa y que surgió para transmitirle esta experiencia al lector europeo: “Entrar a explicar lo que fue el peronismo revolucionario de izquierda parecía una misión imposible”, concede la escritora, especializada en el Siglo de Oro español.
   En los ojos de la niña “que ve las cosas porque son”, el texto logra ser verosímil y se proyecta al presente. Nada de distancias: esa niña que aprende a sobrellevar sus miedos en una casa que la encierra desafía al lector, lo proyecta, le da forma. Para Alcoba, la voz de la niña logró evitar lo predecible: apelar al comentario de los acontecimientos en vez de narrarlos.
   “El texto quedó más fuerte así”, dice. “Corté mucho; trabajé las elipsis, los finales abruptos de párrafos, para encontrar un ritmo particular y para que el lector pudiese meterse en esta especie de carrera angustiante”.
   Ahora planea avanzar un poco más; hilar episodios de la historia que sigue reelaborando desde Francia, con las imágenes a mano: algunas seguirán siendo borrosas y hay que dejar que fluyan hacia lo literario. La casa de los conejos no tiene nada que ver con la investigación histórica “y por eso la cronología que sigue puede ser confusa. Yo quería trabajar sobre sensaciones, tal como las tenía grabadas y asumiendo sus deformaciones, y fijé imágenes para armar el relato.
   Sé que dejé muchas de lado: a pesar de que el material es autobiográfico quería que se pudiese ver como una novela”, dice. Los retazos pendientes, entonces, alimentarán las voces venideras: lejos de la historia de la casa, que podría pensarse como el personaje principal de la novela, Alcoba resguarda “muchas instantáneas acerca de momentos anteriores a la entrada en la clandestinidad, todo el período de la cárcel”.
   Las imágenes serán nítidas y habrá nuevas maneras de nombrar el pasado: “En mi recuerdo la gente se autocensuraba. Yo tardé muchísimo en hablar, en formular preguntas; todo era de manera silenciosa. Quizá vuelva a escribir sobre eso y algunos episodios que dejé de lado porque me centré en un solo año”.
   En lo oculto, lo pendiente, queda lejos la idea del testimonio y pervive la necesidad de recuperar en cada párrafo lo vivido: jugar es también literatura, no algo solemne, en aquella casa de los conejos: metáforas sobre un lugar y una ciudad donde empezó para ella la vida adulta.
   En este rapto de memoria e idilio infantil, Alcoba se sintió acompañada –y obsesionada– por el problema de la supervivencia y de la relación con los muertos, bajo la influencia de la novela La montaña mágica, de Thomas Mann: “Es un libro al que vuelvo constantemente”, dice.
   “Mi novela habla sobre la relación entre los vivos y los muertos. Ése es el corazón del texto; yo lo veo así. Qué hizo, estando yo tan cerca de gente que fue asesinada, que los caminos se separaran. Sé que detrás de esa pregunta está la culpabilidad de los sobrevivientes”, esboza, y su texto tampoco esconde preguntas: en un pasaje clave, la niña inventa palabras cruzadas y combina entre otras “Isabel”, “arte”, “muerte” y “asar”.
   “Aparece una falta de ortografía. Ella impone la palabra azar con zeta, que es lo que le permite escapar a la trampa de la muerte anunciada”, dice Alcoba, como si rescribiera ahora aquel crucigrama. Y pudo ir más allá de la carga de verdad que requería el recuerdo de los desaparecidos, para que prevaleciera el placer de la palabra como un juego al alcance de todos.
   La novela cuenta “una historia particular, y son todas las historias que el lector proyecta en el texto. En Europa, mucha gente me dijo que le hace acordar a lo que ocurrió en Francia en momentos de la ocupación alemana”, cuenta Alcoba.
   La niña que ya no es y dejó al alcance sus vivencias para que las complete quien las lea: “Eso es lo que hace que un libro funcione en forma literaria. Un libro histórico sería otro objeto, otro discurso, otro punto de vista. A mí, en cambio, me interesa la literatura”.
Feria del Libro Córdoba 2008 / Laura Alcoba
“La memoria no se puede recetar”
La autora argentina participará desde Francia en el espacio Fenómenos. Dialogará por chat sobre “La casa de los conejos”, novela que recrea su infancia en un refugio de Montoneros.
Demián Orosz
De nuestra Redacción
Pasaron años y cientos de páginas desechadas hasta que Laura Alcoba dio con la perspectiva y el tono despojado que le permitieron narrar un episodio crucial de su infancia: el tiempo que vivió junto a su madre en una casa de La Plata en cuyos fondos se imprimía el periódico Evita Montonera.

La novela corta inspirada en hechos reales tuvo dos títulos. Se publicó originalmente en francés como Manèges (petite histoire argentine), en la prestigiosa colección blanca de Gallimard. En abril de este año vio la luz la versión en castellano, que apareció como La casa de los conejos (Edhasa).

La mayor parte de la narración ocurre en esa casa que escondía una imprenta clandestina de Montoneros tras la fachada de un emprendimiento de cría y venta de conejos. Y la voz que cuenta la historia es la de una niña de 8 años que intenta poner en palabras el modo en que sus días infantiles se ven cruzados por las vibraciones de la violencia política.

Lo que se dibuja es un mundo extrañamente ominoso, que traduce perplejidades, atisbos de algo que no se termina de comprender. Un mundo que comienza en las muñecas y termina en un bombardeo: la casa cayó el 25 de noviembre de 1976, durante un cruento operativo que involucró a la Policía y al Ejército. Allí murió Diana Teruggi y fue sustraída su hija, quien actualmente es buscada por Abuelas de Plaza de Mayo.

Laura Alcoba vivió desde los 10 años en París, donde reside hasta hoy. Es especialista en el Siglo de Oro Español y traductora. No obstante, prefirió poner en manos de otro la traducción al castellano de La casa de los conejos. Ella explica que la lengua francesa le ayudó a poner distancia, y enfatiza que su libro es una ficción, no un testimonio con valor histórico.

Esta tarde a las 18, en el espacio Fenómenos de la planta baja del Cabildo, una pantalla gigante permitirá al público seguir el diálogo que la autora mantendrá desde Francia con Rogelio Demarchi.

Estar viva
–¿Hubo algún episodio que disparó el libro?

–La casa de los conejos es un libro que tenía pendiente desde hace tiempo, hasta podría decir que necesitaba escribirlo. Pero creo que hubo un “disparador”: haberme encontrado viva en la Argentina con mi hija y haber vuelto por primera vez a la casa de los conejos en 2003. Me vi como en una especie de situación invertida, yo estaba viva con mi hija y volvía al lugar en que una madre y una hija habían sido separadas. Tardé aún cierto tiempo en encontrar el punto de vista adecuado, aquél en que no me sintiera incómoda. También le di muchas vueltas al problema del tono: si bien no quería caer en la trampa del cuestionamiento de la generación de los padres, tampoco quería caer en la idealización de una militancia que viví de cerca pero que no es la mía.

–¿Escribiste sólo en base a tus recuerdos?

–Me centré en prioridad en mis recuerdos, pero más que de recuerdos, creo que cabría hablar de retazos de infancia, de una serie de escenas inconexas o de instantáneas mentales a veces enigmáticas...

–¿Qué valor histórico le atribuís a tu novela?

–La casa de los conejos no pretende ser un testimonio con valor histórico. Me interesaba trabajar desde la subjetividad de la mirada infantil. Si bien el material del que está hecho el libro es autobiográfico y “auténtico” (no sé en verdad si la memoria nos puede librar recuerdos “auténticos”, siempre es selectiva y supone deformaciones), quise “armar” algo a partir de todo eso, como se hace con los bloques de Lego.

Una novela para olvidar
En el prólogo del libro Alcoba anota que escribió La casa de los conejos no tanto para hacer memoria como para olvidar un poco. Esa declaración suena casi como una confesión y va a contrapelo de las apelaciones que predominan en el ámbito de las evocaciones de la militancia y, en general, en las narrativas que indagan la década de 1970, contexto en el cual la novela parece naturalmente destinada a insertarse.

“Para mí el deseo de olvido es un elemento esencial del libro –señala–. Si bien ‘olvidar un poco’ no es lo mismo que olvidar a secas. Ese deseo tiene que ver con el trabajo del duelo. Cuando muere una persona cercana para uno, es saludable, necesario incluso, después del sufrimiento, llegar a una forma de olvido. No se puede vivir en el dolor”.

Alcoba enfatiza que no pretende situarse “dentro de un grupo de narrativas que indagan los ’70. Mis lecturas de predilección, los libros que me inspiran, pertenecen en su mayoría a la literatura clásica (el libro que tuve más presente en el momento en que escribía es el Lazarillo de Tormes, sobre todo formalmente). Por lo tanto, no pretendí ‘sacar’ el libro de ningún contexto, ya que nunca me vi ni me situé en él”.

En cuanto a las consignas sobre la memoria, la escritora deja sentada una incomodidad: “Hay una expresión que me parece particularmente equivocada, la del ‘deber de memoria’. No puede haber una ‘memoria obligada’, no se puede recetar la memoria como se recetaría un medicamento, para curar un mal. El ‘deber de memoria’ presentado en estos términos puede ser vivido como una forma de violencia, y por lo tanto ser totalmente contraproducente”.

–Hay en la novela procesos de extrañamiento, como la elección del francés para narrar una experiencia cuya “banda de sonido” fue en castellano, la opción de que fuera otro autor quien la vertiera al castellano...

–La banda de sonido, efectivamente, estaba en castellano. Ahora bien, creo que el hecho de haber escrito esa novela en francés me ayudó a trabajar libremente a partir de esa materia prima, a tomar ciertas distancias. Esa extrañeza del texto hizo que el trabajo de traducción de Leopoldo Brizuela fuese también muy extraño, ya que tuvo que llevar la novela a una forma de lengua de origen ausente. Lo logró más allá de mis esperanzas.

–El título original en francés es “Manèges”, “calesitas”. ¿Qué significados abre ese término?

–El título francés es un juego de palabras: un manège es un carrusel, una calesita, y al mismo tiempo, en sentido figurado, puede evocar una manipulación o una maniobra compleja y perversa (la que realiza finalmente el personaje del Ingeniero en la novela). Por otro lado, la calesita evocaba para mí el movimiento obsesivo de los recuerdos que utilicé para escribir Manèges: hasta entonces, esos retazos de infancia no habían cesado de girar sobre sí mismos como en una calesita perpetua.


–¿Además de haber escrito para olvidar, es decir, en cierto sentido, para sanar, ¿tu libro es una escritura que busca perdonar?

–Sí, probablemente. Es lo que supone el duelo, ¿no? Ahora bien, no escribí con la idea de presentar una serie de reclamaciones a posteriori. En Francia, varias veces me hablaron de la novela como un relato sobre une enfance volée, “una infancia robada”. Entiendo esa lectura, pero también me incomoda. No quise escribir este libro para insistir en eso. Tal vez sea que se robaron muchas cosas en la Argentina en ese momento, la vida de tanta gente, y sería obsceno hoy, desde mi vida tranquila en París, quejarme por esa enfance volée.

El viaje del miedo
–El horror y el miedo que suelen teñir los relatos sobre la época están casi del todo ausentes en la novela. ¿Es así como lo recordás, como una especie de terror circundante y más bien entrevisto, o además fue una decisión de índole literaria tendiente a evitar truculencias?

–Mis recuerdos eran como un gran nudo de miedo, de angustia y de incomprensión... Al mismo tiempo, entiendo esa impresión que evocás. Lo que me había quedado de ese período (a pesar del miedo y de la violencia, cotidianos y reales), eran, no obstante, retazos de infancia, con lo que ello supone: en las situaciones más marginales y difíciles, los niños encuentran un espacio para el juego, para la ingenuidad, para la ensoñación. Un niño siempre sabe “hacerse” una infancia, en todas las circunstancias. Es la fuerza y la belleza de ese momento. Ahora bien, creo que aunque no se lo nombra de ese modo, el miedo está presente: intenté inscribirlo en el ritmo, en ciertas rupturas abruptas, en muchos silencios. Me interesa trabajar las elipsis: no me gusta mucho la literatura demostrativa, que le dicta al lector cómo tiene que entender. Por lo tanto, sí, se trata de una elección literaria, estética; lo siento incluso como una elección filosófica o ética.

–¿Cómo llegás a la idea de que, en cierto modo, lo que sucedió en esa casa de La Plata estaba prefigurado en “La carta robada” de Edgar Poe?

–De una fascinación por Poe del grupo en su conjunto conservé la referencia a La carta robada porque ofrecía una teoría efectivamente aplicada por el grupo acerca de la mejor manera de ocultar: sin ocultar del todo, mostrando en parte, porque a veces la “excesiva evidencia” tiene más posibilidades de pasar desapercibida que lo que se ha querido ocultar por completo. Pero también porque ofrecía una coincidencia fascinante e inquietante con la manera en que la casa fue identificada por los militares, aplicando una técnica que se encuentra inscrita en ese mismo cuento. Por supuesto, no es una teoría que pretenda dar una “explicación” de los hechos. En torno a ese cuento terminan por confundirse y tal vez invertirse los polos ficción y realidad, y eso era lo que me interesaba.


Unidad II: Cosmovisión fantástica
Selección de cuentos fantásticos
“Continuidad de los parques”, de Julio Cortázar (Final del juego, 1964)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
“Carta a una señorita en París”, de Julio Cortázar (Bestiario, 1951)
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar… Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá… Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro… entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y… Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si… para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
 “Lejana”, de Julio Cortázar (Bestiario, 1951)
Diario de Alina Reyes

12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y la cara de Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo último. Me acosté con gusto a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep… Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y tres aslternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palindromas. Los fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me delata; Anás usó tu auto Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes, es la reina y… Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no concluye. Porque la reina y…
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegano la nieve me entra por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M’hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con sordina. Votre âme est un paysage choisi… pero me veía las manos entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos. Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado, no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de día en día, entonces es seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy… Pero solamente loca, solamente… ¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias… Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos, hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Dobrina con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio. Este pensar de noche, tan noche… Quién sabe si no me perdería. Una inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa Piaggio entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y… en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos-No lo otro, no el sentirla tener frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé: «Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro -o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y –
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo… Era peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar claves en cada palabra tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y los ruidos, y después… Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un diario, las dos cosas no marchan juntas -Ya ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien mío.) En el puente la hallaré y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque la nieve se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le pegaba a los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las manos, negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y yéndose.

“Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges (Ficciones, 1944)
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
“El milagro secreto”, de Jorge Luis Borges (Ficciones, 1944)
Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luegolo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia… Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro “día” pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora… Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
 “La casa de azúcar”, de Silvina Ocampo (La furia, 1959)
 Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
- Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín - Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. "Ir y quedar y con quedar partirse."
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mi mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. "Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse."
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo: -No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.
“El vestido de terciopelo”, de Silvina Ocampo (La furia, 1959)
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras... Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
“La casa de Adela”, de Mariana Enriquez

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus botitas de gamuza— siempre regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, sus habitantes los señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del barrio todavía penaba con televisores blanco y negro.
Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la evitaba, a pesar de su casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo. Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo más preciso sea decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas.
Nuestra madre decía que Adela tenía un caracter único, era valiente y fuerte, un ejemplo, una dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela contaba que sus padres mentían. Sobre el brazo. No nací así. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella daba su versión. La había atacado su perro, un Doberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco como a veces les pasa a los Doberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro, entonces les dolía siempre la cabeza y se enloquecían. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba, el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto, mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé entre los dientes.
Mi hermano no creía esta versión.
—A ver, y la cicatriz donde está.
—Se curó re bien. No se ve.
—Imposible. Siempre se ven.
—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.
—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.
—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de capital.
—Bla bla bla —le decía mi hermano y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y sin embargo nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.
No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan: vos no, decía mi mamá y era imposible discutir con ella.
—¿Y por qué a Pablo lo dejás?
—Porque es más grande.
—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.
Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me contaran las películas. Y cuando terminaban de contarlas, contaban más historias. Cuando Adela hablaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban burlonas. Yo las veía cuando ella se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él podía ocultar mejor que nosotras.
Supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta el accidente –hasta el suicidio, le sigo diciendo accidente a su suicidio–.
La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas. Nunca pude ver una película de terror. Después de lo que pasó en la casa les tengo fobia. Si veo una escena por casualidad o error en la televisión, esa noche tengo que tomar pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada en el sillón, con los ojos quietos y sin su brazo, y mi hermano mirándola con adoración. Algunas de las historias que recuerdo: un perro poseído por el demonio —Adela tenía debilidad por las historias de animales—, otra sobre un hombre que había descuartizado a su mujer y ocultado sus miembros en una heladera; esos miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora mata al asesino, apretándole el cuello –Adela tenía debilidad, también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.
Solamente me acuerdo en detalle de las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuándo comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde después de la escuela mi hermano y yo la acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa abandonada que estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, lo joven que era esa tarde de verano, el olor a champú de limón de su pelo y la carcajada de chicle de menta.
—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.
—Por qué –dijo Pablo.
—Por nada, porque está abandonada.
—¿Y?
—No hagas caso hijo.
—¡Decime, dale!
—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.
Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía argumentos, solamente su aprehensión. La casa había estado abandonada desde que mis padres llegaron al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que, apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?, quiso saber Pablo. Qué morboso estás hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere el otro se apaga enseguida. Y desde entonces los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando a ver quién se queda con la casa.
—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
—Qué se yo hijo, querrán el terreno, es un problema de la familia.
—Para mí que tiene fantasmas.
—¡A vos te están haciendo mal las películas!
Yo creí que se las iban a prohibir, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella. Salimos corriendo. Bajamos las escaleras de madera del chalet, muy hermosas, tenían de un lado ventanas con vidrios de colores, verdes, amarillos y rojos y estaban alfombradas. Adela corría más lento que nosotros y un poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero si se le prestaba atención, había detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre seca, dijo Adela.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso sí me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes; y además era muy pálida y la piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como pasa en los rostros de las geishas o de los mimos. Entró al jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el camino de baldosas que llevaba a la puerta, se dio vuelta y dijo:
—¿Se dieron cuenta?
No esperó nuestra respuesta.
—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
Mi hermano la siguió, entró al jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el sendero de baldosas que llevaba de la vereda a la puerta de entrada.
—Es verdad –dijo. —Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení.
Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy segura de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado. Era amarillo, corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un mosquito gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mis hermano y Adela se burlaran de mí, pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle tenés razón, esa casa es mala y no se esconden ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene que salir.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban por el barrio sobre la casa. Preguntaban al quiosquero y en el club; a Don Justo, que esperaba el atardecer sentado en una silla sobre la vereda, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables, muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la herencia. Otros que nunca visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los conocía. Los hijos, si existían, eran un misterio.
—Alguien tuvo que tapiar las ventanas –le dijo mi hermano a Don Justo.
—Vos sabés que sí, ahora que decís. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.
—A lo mejor los albañiles eran los hijos.
—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles y los viejitos eran rubios, transparentes. Como vos, Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser.
La idea de entrar a la casa fue de mi hermano. Estaba fanatizado. Tenía que saber que había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a Adela.
Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín reseco. El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda no les prestaba atención. No les parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.
Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora Pablo y Adela –pero sobre todo Adela— contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.
—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
—Pobre –dijo Pablo. —No escucha la voz de la casa.
—No importa –dijo Adela. —Nosotros te contamos.
Y me contaban.
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.
Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el patio de atrás. Sobre el patio de atrás, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como madrigueras de ratas.
Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de entrar. Fue extraño. Ella parecía tener miedo. Ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único brazo y hasta la sacudía. Decidieron entrar a la casa el último día del verano. Fueron las exactas palabras de Adela, una tarde de discusión en el living de su casa.
—El último día del verano, Pablo –dijo. —Dentro de una semana.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. Yo tenía 9 años. Era más chica que ellos pero sentía que debía cuidarlos. Que no podían entrar solos a la oscuridad.
Decidimos entrar de noche, después de cenar. Teníamos que escaparnos pero salir de casa de noche, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora ya no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que los roben, tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las sombras.
Un grupo de chicas jugaba al elástico en el medio de la calle; cuando pasaba un auto paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo, más liso, algunas adolescentes patinaban. Caminamos entre ellas, desapercibidos. Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila.
Conectada, pienso ahora.
Nos señaló a puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.
—¿Cómo? —preguntó Pablo.
—La encontré así.
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herramientas de mi papá, que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando la linterna.
—No hace falta –dijo Adela.
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro de la casa había luz.
Recuerdo que caminamos de la mano, bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el techo, donde debía haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como ramas secas. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital. La casa no parecía rara, al principio. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono, un teléfono negro, como el de nuestros abuelos.
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo que recé, que repetí en voz baja, con los ojos cerrados. Y no sonó.
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía desde afuera. Y zumbaba, como si detrás de las paredes vivieran colonias de bichos ocultos bajo la pintura.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía “esperá, esperá” cada tres pasos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía “sí, sí”, pero yo sentí que ya no nos hablaba a nosotros. Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos, empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo.
Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.
—Son uñas –dijo Pablo.
Sentí que el zumbido me ensordecía. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En el siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar el aparato de ortodoncia; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba adelante mío en la escuela; le decíamos Coneja
Cuando levanté la cabeza para mirar el tercer estante, se apagó la luz.
Adela gritó en la oscuridad. Yo solamente escuchaba mi corazón: latía tan fuerte que me dejaba sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto vi un redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije “salgamos, salgamos”. Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la salida, siguió entrando en la casa. Lo acompañé. Quería irme, pero no sola.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se detuvo: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación no terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser alcanzados por la luz de una linterna.
—Salgamos –volví a decirle y recuerdo que pensé en irme sola, en dejarlo, en escapar.
—¡Adela! —gritó Pablo. No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa habitación eterna.
—Acá.
Era su voz, muy baja, cercana. Estaba detrás nuestro. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de donde venía la voz y entonces la vimos.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada junto a una puerta. Después se dio vuelta, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás suyo. Mi hermano corrió pero cuando alcanzó la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería rescatarla: solamente quería salir y lo seguí, corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas, brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.
La casa dejó de zumbar.
No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrir la puerta. En algún momento escuchó mis gritos. Y me hizo caso.
Mis padres llamaron a la policía.
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres de Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Estuvieron dentro de la casa durante horas, toda esa noche y hasta la madrugada. Adela no estaba. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. Se la dimos. La repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. “¡La casa está llena de escombros, mentirosa!”, me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía por favor dónde está mi hija.
En la casa, le dijimos. Abrió una habitación de la casa, entró y ahí debe estar todavía.
Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera ser considerado una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.
Recuerdo que lo escuché decir “máscara”, no “cáscara”. La casa es una máscara, escuché.
Creían que mentíamos. O que estábamos shockeados. No querían creer, siquiera, que habíamos entrado a la casa. Mi madre no nos creyó nunca. La policía rastrilló el barrio entero, allanó cada casa. Incluso detuvieron a algunos vecinos por sospechosos, pero tuvieron que dejarlos libres muy pronto: nada los relacionaba con un supuesto secuestro. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los noticieros y leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias veces y siempre decía: “A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan”.
Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la convencí, yo la hice entrar, decía.
Una noche, mi papá se despertó en medio de la noche, escuchó que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó de la cama, agazapado, pensando que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la cerradura –esa cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una linterna en la mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por favor, que quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.
Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los 22 años. Yo reconocí el cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se arrojó frente al tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban sus manos.
Desde que Pablo se mató yo vuelvo a la casa. Entro al jardín, que sigue quemado y amarillo. Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace quince años y así quedaron, abiertas. Adentro, cuando el sol la ilumina, se ven vigas, el techo agujereado, y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí dentro. Los chicos creen nuestra versión. Nunca se pudo probar un secuestro. Nunca hubo pistas. Durante una época cambiaban al equipo de investigadores, echaban a policías, temblaba el gobernador. Ahora el caso está cerrado. Adentro de la casa, en el piso, los chicos del barrio pintaron con aerosol el nombre de Adela. En las paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña, escrita en fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.

Mi hermano, que también visitaba la casa, vio estas indicaciones e hizo este viejo ritual, una noche. No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital.
No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. “Acá vive Adela, ¡cuidado!”, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste, o en desafío, para asustar. Pero yo sé que tiene razón. Que esta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.