sábado, 3 de junio de 2017

Aguafuertes porteñas, de Roberto Arlt

Las aguafuertes
  A partir de la modernización de las ciudades hacia fines del siglo XIX, surge en los diarios de Europa y América un tipo de género que cruza la literatura y el periodismo, y que recibirá varios nombres con el paso del tiempo: el artículo de costumbres, el aguafuerte, la crónica. Si bien podrían plantearse diferencias sutiles entres las tres denominaciones, estos géneros comparten la característica central de registrar los cambios de un paisaje urbano que se modifica. La aparición o desaparición de personajes, lugares y zonas, los usos y costumbres de los habitantes de estas grandes selvas de cemento.
  Hacia 1928, Roberto Arlt comienza a colaborar en el diario El Mundo con sus famosas aguafuertes porteñas. Con los años sumarían alrededor de 1500 y no sólo serán escritas en Buenos Aires, sino también en Brasil y España, grandes metrópolis del mundo.
  Las aguafuertes son textos breves, de diferentes temáticas urbanas. Además, presentan un lenguaje escrito en tono sencillo y coloquial, propio de su época, la década de 1920. Arlt era un periodista de sudor y tinta, y participó, junto con otros autores como Horacio Quiroga o Roberto Payró, de la profesionalización del escritor: el trabajo de escritura en diarios y revistas a cambio de dinero.
La palabra aguafuerte proviene de la plástica y consiste en una técnica de grabado. Se utiliza de base una plancha de aleación metálica y se la recubre de barniz protector. Luego, el grabadista dibuja con un punzón de punta crónica llegando hasta el metal, pero sin perforarlo. El resultado se sumerge en agua y ácido nítrico. A través de un proceso químico posterior, la plancha queda lista para ser entintada y usada como sello. De manera similar, el aguafuerte arltiana busca su sello pero de la realidad de Buenos Aires.
Temas de las aguafuertes porteñas
-          El paisaje de Buenos Aires: el cronista recorre la ciudad y la describe con sagacidad, precisión y poesía. Cualquier detalle citadino se vuelve significativo a los ojos de Arlt. Por ejemplo: “Casas sin terminar”; “Amor en el Parque Rivadavia”.
-          Los habitantes de la ciudad: Arlt reconstruye tipos sociales de la ciudad porteña para narrar de modo socarrón sus personalidades y acciones. Por ejemplo: “El turco que paga y sueña”; “La mujer que juega a la quiniela”.
-          Los usos y costumbres: con ojo preciso, el periodista interpreta y opina sobre los ritos cotidianos urbanos. Por ejemplo: “¡Atenti, nena, que el tiempo pasa”; “Sillas en la vereda”; “Persianas metálicas y chapas de doctor”.
-          Las reflexiones de un periodista: Art se detiene en aspectos diversos para dar sus razones y compartir sus pensamientos. Por ejemplo: “Sobre la simpatía humana”; “La inutilidad de los libros”; “Yo no tengo la culpa”.
La ciudad y sus habitantes
 
En el libro Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930, la crítica cultural argentina Beatriz Sarlo señala que durante las primeras décadas del siglo XX la ciudad de Buenos Aires cambia de forma acelerada. Roberto Arlt, como paseante, se hunde en esa escena urbana espectacular y toma nota de las modificaciones de una metrópoli que se moderniza y crece.
  En la década de 1930, el alumbrado eléctrico ya ha reemplazado al querosene y al gas, y el tranvía como medio de transporte se ha ramificado y expandido por las calles de la urbe porteña. Además, se autoriza el sistema de colectivos, lo que permite una mayor conexión y un desplazamiento más sencillo por el mapa de la ciudad. Las publicidades de productos comienzan a vestir las calles céntricas con sus colores y propuestas, y los medios de comunicación escritos viven un aumento importante en variedad de propuestas y también en cantidad de ejemplares impresos. Diarios como El Mundo o Crítica quieren diferenciarse de los “diarios de señores” como La Nación y llegan a las nuevas capas medias, particularmente constituidas por inmigrantes.
  Ese será otro factor central en la modernización de la ciudad: la inmigración. Tal como señala Beatriz Sarlo, Buenos Aires duplica su población en un cuarto de siglo y todavía en 1936, alrededor de un 40% son hombres y mujeres de otros países que han llegado a la Argentina en busca de nuevas oportunidades. Si a ellos le sumamos los hijos e hijas de inmigrantes, estos alcanzaban, por aquella época, el 75% sobre el total de los ciudadanos porteños. Estos hijos serán los beneficiados por la alfabetización y la escolaridad, podrán comenzar estudios y también convertirse en ávidos lectores de diarios, revistas y libros. Roberto Arlt, hijo de inmigrantes, lector avezado que se transforma en escritor prolífico, será un claro ejemplo de este movimiento demográfico.  
Aguafuertes y lenguaje
 
Roberto Arlt escribe sus aguafuertes porteñas como un periodista que sale a la calle para mirar a la gente, pero también para escuchar cómo esa gente habla. En sus aguafuertes, el autor incluye vocablos y expresiones propias del habla coloquial, es decir, de la conversación informal, oral, cotidiana.
  Tras las primeras entregas, el director de El Mundo, Carlos Muzzio Sáenz Peña, le pide que no use palabras informales, propias del lunfardo, porque el diario va dirigido a las familias y estas podrían ofenderse. Arlt se disculpa frente a sus lectores y, sin embargo, insiste en el uso de coloquialismos en la redacción de sus artículos de costumbres. Por lo general, algunos de esos términos marca con comillas, sobre todo cuando se trata de vocablos demasiado informales. Ejemplo: “Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, donde reposa el “jovie””.
  Arlt utiliza el diálogo callejero e informal como recurso clave en sus aguafuertes. En esta línea. Dedica unas líneas para reflexionar sobre el lenguaje y la calle. Ejemplo: “Divertido origen de la palabra “squenun””; “El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular”.
 No todos los escritores e intelectuales de la época estuvieron de acuerdo con el uso del lunfardo o del habla coloquial. Es el caso de José María Monner Sans que sostenía que el lenguaje de la calle era reprobable y merecía ser depurado de la cultura argentina. En respuesta a esto, Arlt escribe “El idioma de los argentinos”, donde reivindica las palabras del pueblo.
Aguafuertes porteñas, de Roberto Arlt
El placer de vagabundear
 
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fer­nández: “No toda es vigilia la de los ojos abiertos”.
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el “cros­ta” de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
  Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de pre­juicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
  Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
  Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cam­bio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondi­dos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno huma­no. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus tra­pacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
  El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la fren­te lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto… el secreto que los mueve a través de la vi­da como fantoches.
  A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comi­saría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de ca­chetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las po­lleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
  Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pron­to, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahor­cados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
  Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no intere­sa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
  Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
  La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sen­tidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle ori­ginal en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta…
  Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los se­ñores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciada­mente, los libros los escriben los poetas o los tontos.
  Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgen­tes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su con­tinua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

Molinos de viento en Flores
  Hoy, callejeando por Flores, entre dos chalets de estilo colonial, tras de una tapia, en un terreno profundo, erizado de cinacinas, he visto un molino de viento desmochado. Uno de esos molinos de viento antiguos, de recia armazón de hierro oxidada profundamente. Algunas paletas torcidas colgaban del engranaje negro, allá arriba, como la cabeza de un decapitado; y me quede pensando tristemente en qué bonito debía de haber sido todo eso hace algunos años cuando el agua de uso se recogía del pozo. ¡Cuantos han pasado desde entonces!
  Flores, el Flores de las esquinas, de las enormes quintas solariegas va desapareciendo día tras día.
  Los únicos aljibes que se ven son de “camuflage”, y se les advierte en el patio de chalecitos que ocupan el espacio de un pañuelo. Así vive la gente hoy día. ¡Qué lindo, que espacioso que era Flores antes!
  Por todas partes se erguían los molinos de viento. Las casas no eran casas, sino casonas. Aún quedan algunas por la calle Beltrán o por Bacacay o por Ramón Falcón. Pocas, muy pocas, pero todavía quedan. En las fincas había cocheras y en los patios, enormes patios cubiertos de glicina, chirriaba la cadena del balde al bajar al pozo. Las rejas eran de hierro macizo, los postes de quebracho. Me acuerdo de la quinta de los Naón. Me acuerdo del último Naón, un mocito compadre y muy bueno, que siempre iba a caballo. ¿Qué se ha hecho del hombre y del caballo? ¿Y de la quinta? Sí; de la quinta me acuerdo perfectamente. Era enorme, llena de paraísos, y por un costado tocaba a la calle Avellaneda y por el otro a Méndez de Andes. Actualmente allí son todas casas de departamento, o “casitas ideales para novios”.
  ¿Y la manzana situada entre Yerbal, Bacacay, Bogotá y Beltrán? Aquello era un bosque de eucaliptos. Como ciertos parajes de Ramos Mejía; aunque también Ramos Mejía se está infectando de modernismo. La tierra entonces no valía nada. Y si valía, el dinero carecía de importancia. La gente disponía para sus caballos del espacio que hoy compra una compañía para fabricar un barrio de casas baratas. La prueba está en Rivadavia entre Caballito y Donato Álvarez. Aún se ven enormes restos de quintas. Casas que están como implorando en su bella vejez que no las tiren abajo.
  En Rivadavia y Donato Álvarez, a unos veinte metros antes de llegar a esta última, existe aún un ceibo gigantesco. Contra su tronco se apoyan las puertas y contra marcos de un corralón de materiales usados. En la misma esquina, y enfrente, puede verse un grupo de casas antiquísimas en adobe, que cortan irregularmente la vereda. Frente a estas hay edificio de tres pisos, y desde uno de esos caserones salen los gritos joviales de varios vascos lecheros que juegan a la pelota en una cancha.
  En aquellos tiempos todo el mundo se conocía. Las librerías. ¡Es de reírse! En todas las vidrieras se veían los cuadernillos de versos del gaucho Hormiga Negra y de los hermanos Barrientos. Las tres librerías importantes de esa época eran la de los hermanos Pellerano, “La Linterna”, y la de don Ángel Pariente. El resto eran boliches ignominiosos, mezcla de juguetería, salón de lustrado, zapatería, tienda y que se yo cuantas cosas más. El primer cinematógrafo se llamaba “El Palacio de la Alegría”. Allí me enamoré por vez primera, a los nueve años de edad, y como un loco, de Lidia Borelli.
  En el terreno de las caballerizas de Basualdo, se instaló entonces el primer circo que fue a Flores. El único café concurrido era “las Violetas”, de don Jorge Dufau. Felix Visillac y Julio Díaz Usandivaras eran los genios de la parroquia, para entonces.
  La gente era tan sencilla que se creía que los socialistas se comían crudos a los niños, y ser poeta -“pueta” se decía- era como ser hoy gran chambelán de Alfonso XIII o algo por el estilo. Las calles tenían otros nombres. Ramón Falcón se llamaba entonces Unión. Donato Álvarez, Bella Vista. A diez cuadras de Rivadavia comenzaba la pampa. La gente vivía otra vida más interesante que la actual. Quiero decir con ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables.
  Justo o equivocado, se tenía de la vida y de sus desdoblamientos un criterio más ilusorio, más romántico. Se creía en el amor. Las muchachas lloraban cantando “La loca del Boqueló”. La tuberculosis era una enfermedad espantosa y casi desconocida. Recuerdo que cuando yo tenía siete años, en mi casa solía hablarse de una tuberculosa que vivía a siete cuadras de allí, con el mismo misterio y la misma compasión con que hoy se comentaría un extraordinario caso de enfermedad interplanetaria.
  Se creía en la existencia del amor. Las muchachas usaban magnificas trenzas, y ni por sueño se hubieran pintado los labios. Y todo tenía entonces un sabor más agreste, y más noble, más inocente. Se creía que los suicidas iban al infierno.
  Quedan pocas casas antiguas por Rivadavia, en Flores. Entre Lautaro y Membrillar se pueden contar cinco edificios. Pintados de rojo, de celeste o amarillo. En Lautaro se distinguía, hasta hace un año, un mirador de vidrios multicolores completamente rotos. Al lado estaba un molino rojo, un sentimental molino rojo tapizado de hiedra. Un pino dejaba mecer su cúpula en los aires los días de viento. Ya no están más ni el molino ni el mirador ni el pino. Todo se lo llevó el tiempo.
En el lugar de la altura esa, se distingue la puerta del cuchitril de una sirvienta. El edificio tiene tres pisos de altura. ¡También la gente está como para romanticismo! Allí, la vara de tierra cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz. Pero nos queda el orgullo de haber progresado, eso sí, pero la felicidad no existe. Se la llevó el diablo.

El idioma de los argentinos
 
El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma: En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defien­de a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos… La moda del gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el lunfardo’, léxico de origen es­purio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argenti­na. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos”.
  ¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáti­cos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa fraseci­ta: “Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empe­ñados altos valores intelectuales argentinos”, me he echado a reír de bue­nísima gana, porque me acordé que a esos “valores” ni la familia los lee, tan aburridores son.
  ¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: “y llevó a su boca un emparedado de ja­món”. No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz grue­sa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben li­bros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la dife­rencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de “engrupidos” -¿me per­mite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.
  Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al bo­xeo. Yo se lo explicaré:
  Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pu­gilismo exclaman: “¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos’!” Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la esco­lástica gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de “todos los ángulos”, le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de “boxeo europeo o de salón”, es decir, un boxeo que sirve perfectamente para ex­hibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos fren­te a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.
  Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento peda­gógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obli­garnos a decir o escribir: “llevó a su boca un emparedado de jamón”, en vez de decir: “se comió un sandwich”. Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: “llevó a su boca un emparedado de jamón”, sino que, como todos diría: “se comió un sandwich”. De más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.
  Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.
  Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos los macaneos filológicos y gramati­cales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos in­signes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
  Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cam­biantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: “te voy a dar un punta­zo en la persiana”, es mucho más elocuente que si dijera: “voy a ubicar mi daga en su esternón”. Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: “¡los relojié de abanico!”, es mucho más grá­fico que si dijera: “al socaire examiné a los corchetes”.
  Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresi­va, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aque­llos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, ha­blaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor.